2019. Solsticio de invierno. Estoy sentada frente al fuego y ante la puerta de un Temazcal en Amatlán de Quetzálcoatl. Tambores y cantos, cantos Lakota. Y el fuego… de colores… me habla -milagro- que yo ya estoy aprendiendo a escuchar; todas esas cosas que parecían leyendas fabricadas por un tal Carlos Castaneda y otros que han caminado siguiendo los murmullos de un río de medicina que hace su camino por debajo de la tierra. Todas las que parecían ficciones hoy se asoman como meras posibilidades ante una mente que ha visto sus paredes derrumbadas por la gracia demoledora de los espíritus de las plantas, los rezos, las danzas y los lugares sagrados que ha visitado este cuerpo.
Estoy sentada frente al fuego; este día tendrá la noche más larga de todo el año. Sé que es tiempo de morir al pasado y la paz es infinita. El fuego de pronto me transporta en un recuerdo. ¿Hace cuántos años, 20, 18? -no sé con exactitud- asistí a una de mis primeras ceremonias de Venado y al amanecer me acerqué al marakame y le pregunté con gran inquietud: ¿qué tengo que hacer para aprender este camino? ¿Cómo sé si debo escogerlo, cómo sé si es para mí?
El marakame soltó una risa y me dijo:
—¿Tú crees que tú escoges este camino y dudas si es para ti? No. Tú no escoges este camino, este camino te escoge a ti. Mira el fuego, el fuego dice que ya te escogió.
20 años después estoy sentada frente al fuego, comprendiendo que era cierto, el fuego me escogió; estoy inclinada ante los regalos, desafíos y bendiciones que me esperaban y los misterios que aún me esperan en este camino que la gente llama “chamánico”, yo ni siquiera se como llamarlo, a este camino de mi corazón.
Pero, sí sé qué es lo que viene y qué es lo que se va.