Hoy decidí empezar a usar el uniforme del zendo y no pude evitar notar cuan parecido es al de los presos a los que les daba clase de yoga en el penal de Lerma. Lancé un rezo por ellos. La reclusión involuntaria es sin duda el peor de los castigos; la reclusión voluntaria es la libertad consumada. A diferencia de otros lugares de retiro a los que he asistido, aquí hay mucha flexibilidad y cada quien decide si usa o no el teléfono. Yo lo tengo apagado desde el día 1. Cuanto espacio se crea, cuanto tiempo, cuanta libertad; puedo aceptar que el mundo se derrumbe en mi ausencia, o más bien, noto que no soy tan importante y me alegra; me sorprende también la cantidad de ansiedad que se ha generado en nuestras vidas desde que vivimos adictos a la inmediatez de las respuestas en whatsapp. La paz y la quietud son un tesoro cada día más escaso.
De nuevo, a sentarse horas en meditación, pero hoy, mi cuerpo está molido, el dolor por una contractura en el hombro derecho me está matando y mis piernas se entumen dolorosamente debido a las lesiones de columna que padezco desde la adolescencia. La contractura me la gané por cargar la computadora en mi bolsa de mano, en realidad, por ese afán de querer ahorrar cada minuto y cargar todo conmigo para sentarme a trabajar donde quiera que me agarre la urgencia. Es en estos retiros cuando una se hace plenamente consciente del impacto de cada acto negligente que tenemos hacia nuestro cuerpo. Es aquí donde uno comprende literalmente en carne propia cómo funciona la ley del karma.
Siento vergüenza, todos aquí parecen estatuas de un Buda solemne, nadie se mueve. Yo, soy algo más parecido a una niña hiperactiva de 3 años que asiste a la universidad del espíritu con los que están en la maestría.
Me duele, en buena onda, así no se puede meditar. Yo trato de contar mis respiraciones pero mi mente está llena de queja y después de vergüenza. Continúo, persevero, pero mi cuerpo me indica con toda claridad cuando estoy entrando en lo que el maestro llama «necedad». Nos repite decenas de veces que esta batalla no la vamos a ganar a través de imponernos con una rigidez tipo: voy a vencer este maldito dolor, voy a ser más fuerte; esa actitud aquí (y en la vida) no funcionan, porque generan tensión, estrés y rigidez. Mi cuerpo me lo indica con claridad, cada vez que entro ahí responde con un espasmo, mi mandíbula se traba, mi sistema nervioso pasa la raya saludable de la activación.
Aquí no gana el que lucha y vence, aquí gana el que se serena, aquí gana el que aprende a respirar en calma y mirarlo todo como es: pasajero.
Entonces lo comprendo, primero en el cuerpo y luego en la mente: he pasado toda mi vida tratando de ser «la mejor», ganando diplomas, buscando sobresalir. ¿Para qué? Para ser amada, aceptada, para tener un lugar y evitar el rechazo, el dolor, la vergüenza. TODA MI VIDA HA SIDO UNA LUCHA y estoy francamente cansada.
De lo más profundo de mi alma surge un tremendo caudal de real compasión hacia mi. Paso el día entero moviéndome, tantas veces como mi cuerpo lo necesite. Paso todo el día aceptando mi condición en profundo amor. No estoy cayendo en indulgencia, por el contrario estoy aprendiendo una habilidad completamente novedosa: darme lo que verdaderamente necesito. Estoy comprendiendo la diferencia entre el dolor y el sufrimiento innecesario y estoy lamentando todas las veces que me quedé en una posición, en un empleo, en una relación, en una lucha, más del tiempo necesario.
Puedo estar aquí sin lastimarme
Puedo cambiar de posición (aquí y en la vida)
cada vez que lo necesite
Puedo aceptar la realidad actual y a partir de ahí
esforzarme con honestidad
Puedo construir poco a poco y a mi ritmo
PUEDO ESTAR AQUÍ SIN LASTIMARME
(Continuará)